La botigueta de l'Alex

La botigueta de l'Alex
Free Macadamia!

Dept. de Comunicación

Que Grande es el Cine, by Elnan

Palaceteños

Sara Carbonero, Musa Oficial

Sara Carbonero, Musa Oficial

martes, febrero 12, 2008

Morir de Risa, by Lord Joan CG

3 de febrero de 2008

En vacaciones uno está siempre más relajado. Y cuando en vacaciones uno está, además, de viaje frente a lo desconocido, o poco conocido, suele ir por el mundo con los ojos más abiertos, todo lo ve con perfiles más aristados y las situaciones se perciben de otra manera y cobran otro valor. Quizás por esta razón viajando en vacaciones se rie más y mejor. Una vez, ya hace unos años, estuve a punto de morir de risa.

Fue en la primavera del año 95 o 96 cuando hicimos un viaje por la Castilla profunda con Juanito y Sole. Una de las paradas fue Burgos: su tremenda catedral, el casco histórico, etc. Importante como siempre la cosa gastronómica, fuímos –previa reserva- a comer a Casa Avelino.

Margarita y yo habíamos estado ya allí hacía unos años y habíamos comido en Casa Avelino a partir de la información que daba una “Guia de la buena vida” que publicaba por aquel entonces El País. De Avelino aquella guía empezaba diciendo aquello de “por lo que se ve a la entrada no entrariais”, lo que suele ser una garantía de que allí se come bien; luego, la crítica era absolutamente positiva: cocina castellana de primer orden en un ambiente sencillo. El restaurante estaba situado en un modesto barrio alejado del centro, el portal era el de un simple bar, entramos decididos, comimos de maravilla en una mesa cutre con mantel y servilletas de papel, y salimos reconfortados haciendo frente al frío burgalés de inicios de aquel mayo.

Pues bien, cuando en esta segunda visita con Juanito y Sole llegamos a Casa Avelino vimos que aquel Bar era ya un Restaurante y que justo a la entrada había ahora una sala comedor, bien puesta, amplia y cómoda, sin ningún lujo pero con aquella austeridad castellana hecha de maderas, tonos suaves y poca ornamentación, en la que te sientes seguro y confortable. Comimos de maravilla: amorosas morcillas, mantecosas pochas, un indescriptible guisado de patitas de cordero y un potente queso de oveja, todo ello regado con un glorioso Luis Cañas.

Cuando salíamos, contentos, felices y entre brumas, los cuatro íbamos comentando que podríamos aprovechar la tarde para visitar algún pueblo de los alrededores de la ciudad y comprar morcillas, chorizos y cosas así en alguna buena tienda que alguien nos recomendase. Dicho y hecho, Sole y Margarita se adelantaron y preguntaron a un joven que en la barra del bar estaba en aquel momento lavando vasos. Aquel chaval las orientó: “Si, en el pueblo tal (aquí dijo un nombre que ahora no recuerdo) hay una tienda en la que pueden comprar todo eso, muy bueno y hecho de casa. Salgan, y siguiendo esta misma calle hacia abajo saldrán a una pequeña carretera y allí verán una indicación que señala dos direcciones, a tal (un nombre) y a Villadiego. Tomen la de Villadiego y….”.

Ellas no le dejaron terminar. Les dio la risa incontrolada y nerviosa y empezaron a reir, a reir cada vez más, más y más fuerte, para acabar gritando enloquecidas “¡Villadiego! ¡Villadiego!” estimuladas por la cara de perplejidad que ponía aquel chaval. Juanito y yo llegamos al lugar de los hechos, ellas nos contaron entre hipos, toses y ahogos lo sucedido, y entonces fuímos los cuatro que nos pusimos a reir como posesos gritando “¡Villadiego ¡Villadiego!”. Visto ahora desde la distancia la situación debía ser surrealista porque toda la barra del bar, camareros y parroquianos, nos contemplaban en silencio, serios y algo mosqueados. Finalmente, y trás el necesario y penoso esfuerzo de autocontrol para dejar de reir, no hacer el ridículo del todo y enfriar el cargado ambiente, logramos reaunudar la conversación con el chaval.

“Oye, perdona, vale, tomamos la de Villadiego. ¿Y luego?” Y el chaval continuó: “Pues al cabo de 4 o 5 kilómetros llegarán a un pueblo, tal (otro nombre), y es allí”. “¿Y la tienda? ¿Cómo se llama la tienda”, preguntamos. Y el chaval, con total inocencia, dijo: “oh, la tienda es una carnicería y se llama Teto”.

La locura. Aquello fue la locura. Hicimos equilibrios para no caer al suelo y dar un lamentable espectáculo, nos retorcíamos, babeábamos, los ojos se nos salían de la órbitas y Juanito golpeaba una y otra vez la barra del bar mientras los cuatro nos descojonábamos gritando obsesivamente “¡Teto! ¡Teto! ¡Teto!....” y los parroquianos, absortos, nos miraban ya con cara de muy mala hostia. Aquello se estaba poniendo francamente muy mal.

Finalmente, incapaces ya de dar una explicación convincente al pobre chaval y al amenazante público, y ante el temor de ser linchados por las masas burgalesas de aquel bar de Burgos, nos arrastramos como pudimos, boqueantes y llorosos hasta alcanzar la calle. Allí aspiramos profundamente el aire, lenta y progresivamente nos recompusimos mental y psicológicamente, y echamos a andar calle abajo respirando hondo para soportar mejor el dolor de nuestro maltratado diafragma e intentando poner en orden omoplatos, rodillas, cervicales y, sobretodo, nuestras ideas.

Y fue entonces y solo entonces, cuando creíamos que ya todo había pasado, cuando creíamos que ya nada más nos podía pasar, cuando pensábamos que todo tiene su fin y que no hay bien que más de quince minutos dure, que Juanito, que iba por la estrecha acera unos pasos por delante, fue literal y frontalmente asaltado por dos monjitas menudas y dicharacheras, con los negros hábitos arrastrando por el suelo, y una de ellas le preguntó con voz melosa y aflautada: “Caballero, mire usted, es que nos hemos perdido. ¿Sabría usted decirnos dónde está la Iglesia de San Pantaleón?”. Y ante la mirada perdida, sorprendida, desquiciada e incrédula de Juanito, de su rostro violáceo a punto de la convulsión y de su ojo izquierdo atacado súbitamente por un tic nervioso, la monjita añadió voluntariosa para ampliar la información: “Sí, es la que incendiaron los rojos cuando la guerra”.

Demasiadas cosas en tan poco tiempo. Aquello fue un duro golpe que nos dejó tambaleantes, sonados, y antes de que sucediese algo más, antes de que ocurriese algo irremediable, reaccionamos y salimos los cuatro huyendo despavoridos y sin detenernos hasta llegar al hotel donde, destrozados por los acontecimientos de aquel mágico cuarto de hora, nos desplomamos literalmente sobre el amplio sofá que había en recepción, ante la atónita mirada de recepcionista y recepcionados en aquel momento que no alcanzaban a entender como aquellos señores que parecían tan serios se partían de risa y llorosos mientras hipaban de forma inconexa “¡Villadiego! ¡Teto! ¡Pantaleón!”.

Efectivamente, aquel terrible día, pero gran día, vimos la muerte de cerca, pero afortunadamente sobrevivimos. Eso sí, tomamos precauciones y los cuatro hicimos un pacto de silencio autoprohibiéndonos comentar nunca más aquel incidente burgalés. Teníamos miedo. Al fin y al cabo, morir de risa no deja de ser morir. Todavía ahora, cuando escribo estas líneas, lo hago a escondidas de Margarita. Es por nuestro bien.

¿Qué dónde está la gracia de todo esto? Véase el primer párrafo.